miércoles, 9 de noviembre de 2011

5.- Vínculo (II)

Antes, siempre que la inconsciencia le rozaba, era su propio rezo lo que la mantenía activa y despierta. Su combustible, su arma y su armadura era la llama que tenía dentro. Los restos de la Luz en su alma la habían impulsado durante días y noches enteras a perseverar. Cuando, en los durísimos ejercicios de su entrenamiento se sentía desfallecer, esa luz tenue, cada vez mas débil, la inflamaba como una chispa acercándose a la brea.

Ahora, mientras el hechizo de Doriath hacía efecto en ella, Abigail combatía con todas sus fuerzas para no desmayarse gracias a un fuego que tal vez ya no tuviera nada de puro.

Siempre había sabido que no duraría siempre. Siempre había sabido que ya no era quien fue una vez: una sacerdotisa, una elfa, una hija, una hermana. Todo eso había desaparecido.

Ella sabía que caminaba entre sombra y fuego. Que su senda estaba trazada en medio del infierno. "Nunca olvides tu nombre", le había dicho Theron Solámbar, el primer maestro. Ahora Abigail tenía un nombre que no significaba nada, y a solas en el interior del círculo, mientras las luces de las velas amenazaban con desdibujarse y la voz de Doriath se tornaba un eco incomprensible, mientras las tinieblas la abrazaban para convertirla en una víctima indefensa, arrastrándola al sueño, buscó su luz esquiva en vano.

Siempre supo que alguna vez desaparecería.

No hacía mucho, a solas en Sombraluna, cayó de rodillas en la tercera tentativa de superar una de sus pruebas. Se había enfrentado contra los restos de un grupo de espionaje de la Legión quienes, tras rechazarla, habían salido en su persecución. Cuando fue capaz de poner la suficiente distancia y tomarse un descanso, agotada, hambrienta, desgarrada por la sed, acechada por la locura y la desesperación, las lágrimas rompieron al fin, rodando por sus mejillas. Hundió los dedos en la tierra y gritó, malherida, frustrada. Se rompió como nunca lo había hecho desde que Abrahel había tocado su vida con sus dedos malditos, y al tiempo que se quebraba, todo iba reduciéndose a cenizas. Gritó su odio y el odio se cauterizó, lloró su derrota y dejó de pesar, arañó su angustia y se calmó. El dolor, una vez mas y como siempre, actuaba como catarsis.

Y después de eso, cuando se levantó para seguir andando, no encontró las fuerzas en sus lugares habituales. No fue el recuerdo de su objetivo ni de su nombre lo que la irguió. Tampoco el recuerdo de los seres queridos, los de antes ni los de ahora. Evocó la voz de Guaxara, el rostro de Iranion, las figuras, más difusas del resto de ángeles que un día la habían salvado. Los trajo de nuevo para aferrarse a ellos, pero no fue eso lo que le dio la energía necesaria para poner un pie delante de otro. Aquella vez fue distinto.

Su llama se encendió, pero ya no era dorada y cálida. No era justicia y sacrificio. Ahora era verde y quemaba, ardía intensamente de rabia y venganza. Tenía que seguir adelante, y no había nada de bueno ni de malo en ello. Era sólo el primitivo ardor del orgullo, de la supervivencia, de los dientes apretados y la terquedad sin motivo. Tenía que continuar, recuperar fuerzas, darse la vuelta y matar a aquellos espías. Tenía que conseguirlo porque sí.

Siempre supo que llegaría el momento en que las razones que aportaban algo de dignidad a su lucha no importarían nada. Todas ellas se convirtieron en cenizas aquel día, y también su nombre, Abigail, que ya no significaba nada en absoluto. Se quedó siendo solamente Eidan, que no era nadie... y Eidan no tenía nada que perder. Nada que temer. Ni siquiera a sí misma. Y de aquellas cenizas renació algo nuevo a lo que aún no podía ponerle nombre. Que quizá no lo tuviera.

Se puso en pie y aguardó a sus perseguidores. Volvió a intentarlo hasta que lo logró, y cuando le llevó las cabezas de los espías, Doriath asintió, sin burlas ni gestos ambiguos. Le curó las heridas y la alimentó.

Aquel día había dejado de rezar. En ese momento, sin embargo, mientras gruñía en el interior del círculo de invocación, intentando con todas sus fuerzas volver a ponerse en pie, obligar a su cuerpo a obedecer, quiso hacerlo de nuevo. Buscó desesperadamente su propia luz, luchando por no cerrar los ojos. Delante de ella, entre una nube espesa de sombras, estaba formándose una figura alta de penetrantes ojos verdes y luminosos.

- ¡Hijo de puta! - consiguió gritar. Su propia voz le sonó extraña, como el graznido desgarrado de una arpía. Se centró en el odio que sentía hacia Doriath, tratando de escuchar su risa, pero Doriath no se reía.

- No eres un paladín de la Luz. No eres una sacerdotisa. Ni siquiera eres una bruja - dijo entonces el Maestro, con voz grave y seria -. Eres una cazadora. Un depredador superior. No puedes sobrevivir esperando nada de nadie, ni de mi ni de la Providencia.

"Cómo le odio", se dijo. Clavó las garras en el suelo y se forzó a erguirse. La figura entre las sombras extendió un brazo largo, flexible, lleno de pulseras. Sus ojos rasgados la miraron a los ojos. Aunque no llevaba corona y tenía los cabellos sueltos sobre los hombros, las seis extremidades superiores no dejaban lugar a dudas: aquel demonio pertenecía o había pertenecido a la raza de las Shivarras, aunque era mucho más pequeña de tamaño y la intensidad de su presencia demoníaca no era tan fuerte como la de las grandes matriarcas.

- Un cazador se impone. Es el que devora y su presa es la víctima. ¿Qué eres tu? ¿La víctima o el cazador?

- ¡El cazador! - exclamó Eidan. Estaba furiosa, temblando de dolor y de rabia. Cada segundo que pasaba, la maldición le pesaba más, se volvía más intensa, provocándole náuseas y entumecimiento.

- Entonces demuestra que has aprendido las normas.

- ¡Las he aprendido, maldita sea!

- Pues no lo parece.

Aquella frase aplacó su temperamento.

Tuvo la impresión de que el tiempo se detenía mientras el demonio terminaba de aparecer ante ella. Hermosa y alta, con espadas en todas sus manos, la shivarra o lo que fuera aquella criatura la observó con altivez y mostró los colmillos. Eidan, que a duras penas se había puesto en pie, palpó sobre su hombro, buscando las correas de las espadas.

- Primera norma, serenidad. - dijo, levantando la barbilla y pronunciando con entereza. Quería que el maldito hijo de puta de Doriath la escuchara. - Una mente fría y tranquila funciona mejor. Nadie puede penetrar en un lugar del que tú eres el dueño. Sé dueño de tu mente y podrás dominar sin ser dominada.

La shivarra puso los pies en el suelo y atacó, con las espadas por delante. Eidan desenfundó y las interpuso, mientras se movía con rapidez para salir del círculo. Los metales chocaron, se deslizaron unos contra otros, cantaron en voz alta.

- Segunda norma, instinto. Entrenamos nuestros sentidos para poder confiar en ellos sin pensar... - resolló entrecortadamente, intentando predecir el próximo golpe del monstruo, que se abalanzaba sobre ella -, para poder dar una respuesta rápida y acertada. La razón es lenta y a veces se equivoca. El instinto de quien conoce sus sentidos no falla nunca.

Eidan apretó los dientes y retrocedió cuando vio girar al demonio sobre sí mismo. La shivarra ejecutó un torbellino de golpes que logró esquivar por poco, mientras buscaba sobre el suelo alguna runa de contención que pudiera activar. A falta de ella, tejió un hechizo de sombras y detuvo los ataques del demonio, que se tambaleó y volvió a mirarla con furia.

- Tercera norma... - echó a correr hacia ella, al ver el hueco abierto. Era su momento de acabar, ahora o nunca. El dolor la estaba destrozando por dentro, y mientras el demonio trataba de recuperarse de su sortilegio, había dejado caer los brazos, exponiendo su pecho - ¡No dudar jamás!

El fuego se inflamó a su alrededor en una llamarada. Las dos espadas gemelas se hundieron en la carne blanda de la shivarra, que exhaló un grito agudo y penetrante. El olor de la sangre le produjo un violento mareo. Sin perder tiempo, soltó una de las armas y abrió los dedos, dirigiendo su voluntad en un nuevo encantamiento para robar el alma de aquella criatura.

- Tu nombre es Balberith, demonio... y ahora me perteneces... - enunció, recitando el hechizo que había aprendido meses antes - En este Círculo de Vínculo te tomo... con mi Voluntad te encierro... tu alma en mi alma por el Fuego... tu fuerza en mi sangre por la Sombra ... por el Caos tu mente en mi mente... por el Vacío tu voluntad someto... parte de mí serás, sin pacto ni decreto... Tu nombre es Balberith, y ahora me perteneces: Xar adare laz rikk veni shi.

La shivarra tembló y se retorció, forcejeando.

El tiempo pareció volverse eterno. A cada segundo, Eidan pensaba que se desmayaría ya, sin poder terminar el trabajo. Pero el segundo pasaba, y luego otro, y ella seguía drenando aun sin ser apenas capaz de respirar, pues a cada bocanada de aire los pulmones parecían deshacérsele. Tiró y tiró y tiró hacia su interior, hasta que la criatura relajó el semblante y se dejó llevar. Sus ojos se apagaron y el cuerpo cayó inerte sobre el suelo.

Abigail cerró los dedos, con un suspiro. Su mente empezó a nublarse a medida que el dolor de la maldición se disipaba, y la locura le susurró al oído con una risa malévola. Los recuerdos, las emociones, los pensamientos, la esencia del demonio estaba ahora en su interior. Y al comprenderlo, el miedo regresó, y al volver a tener miedo volvió a encontrar su rezo. Las manos de Doriath le ofrecieron un sustento a sus hombros y su voz, tranquila y grave, habló otra vez.

- Bien. La has encerrado en ti, pero esto no ha acabado. Ahora no te duermas y demuéstrale quien manda.

Abigail asintió, lamiéndose los labios.

- ... no me pierdas... aunque yo me pierda - murmuró, preparándose para enfrentarse a lo que venía a continuación.

La última batalla se libraba en su interior, y como en todas las demás batallas de su vida, la derrota era el final de la historia. No había segundas oportunidades ni opción a la compasión. El maestro la acomodó contra su cuerpo y le puso una mano en la frente, entre los cuernos.

- No vas a perderte - contestó.

Eidan asintió, llenándose los pulmones. Cerró los ojos. Y entonces empezó el combate de verdad.

viernes, 28 de octubre de 2011

4.- Vínculo (I)

- Ha llegado el momento.

Abigail tardó aún unos instantes en procesar las palabras de su maestro. Hacía rato que se había olvidado del dolor de sus propios dedos, engarfiados en la roca de la que estaba colgando. Debajo, el acantilado se abría y el mar aguardaba, lejano y rugiente. Escuchaba las gaviotas. Escuchaba el arrullo de las olas. Escuchaba, mucho más allá, los susurros. Pies que se arrastran, voces que cuchichean, ese ruido sonoro en los planos que se solapan. Y veía. Pese a la venda que llevaba sobre los ojos, podía ver. Los estímulos que le llegaban, lo que escuchaba, lo que podía oler, esos mensajes sensoriales que le alertaban de presencias - animales, humanoides, demoníacas - se tejían en su mente formando un tapiz de imágenes.

A través de todo aquello, la voz de Doriath se abrió camino y la alcanzó, el significado de su frase se formó lentamente.

- Ha llegado el momento.


El maestro le golpeó en la muñeca con el tacón de la bota.

- Vamos.

Abigail aguardó unos segundos. Después, sin previo aviso, apuntaló las puntas de los pies en la pared rocosa, se impulsó y saltó sobre el elfo. Rodaron por la tierra, al borde del acantilado, enzarzados en una pelea sin armas, silenciosa, salvaje y animal. Le arañó con las garras en el cuello e intentó morderle. Él le tiró del pelo y trató de morderle a ella.  Intercambiaron un par de bofetones y después, de repente, él se escurrió de su presa. "Maldita sea", pensó Abi, frustrada. Con la venda no podía ver. Giró el rostro alrededor y captó el estímulo.

Sabía que ahora llegaría por detrás.

Detuvo su golpe y trató de propinarle una patada en la nuca. Doriath la esquivó y le hizo una llave, interceptándola, jadeando por el esfuerzo. Luego se echó a reír, manteniéndola inmovilizada contra su pecho.

- No te rías - ordenó ella, rabiosa. Aún forcejeaba.

La venda desapareció de sus ojos cuando él se la arrancó. Abi entrecerró los párpados, rehuyendo la luz potente de las Tierras Devastadas, demasiado roja, demasiado intensa. El atardecer ya se escapaba, y aun así, el suelo oxidado y el polvo que se levantaba al agitarse el viento parecían brillar ante sus pupilas. Más colores, más sonidos, más olores, más sentidos. Desde hacía un tiempo, su percepción había aumentado asombrosamente. Tal vez a causa del entrenamiento. O de la dieta.

- ¿Estás cariñosa hoy?

- Dijiste que era la hora.

- No me refería a esto. Aunque nunca es mal momento para acariciarnos, ¿no es verdad, Eidan?

La muchacha no respondió. Permaneció impasible, observando su sonrisa burlona. Aguardó pacientemente hasta que él se cansó de mirarla y la soltó, chasqueando la lengua y sacudiéndose el polvo del faldón. Las hebillas y las cadenas tintinearon.

- Eres tan arisca...

Doriath se limpió algo de sangre del cuello con un dedo y la lamió. Abigail apretó los dientes y aguantó el tirón en su estómago.

- Vete al infierno.

El maestro sonrió de nuevo, agitando los dedos llenos de anillos.

- Ya he estado, y no me gusta mucho - le mostró la palma de la mano, teñida con el manjar de sus venas - ¿Tienes hambre?

Él sabía que sí. Claro que tenía hambre. Ultimamente la tenía siempre. Doriath le arrojó un vial por los aires y ella lo cogió al vuelo.

- Aquí tienes - le dijo. - Amor embotellado. Tranquila, no es mía... aunque eso te gustaría, ¿a que sí?

Se limitó a mirar al elfo con expresión impasible, conteniendo la rabia... y las ganas que le bullían dentro de arrojarse sobre él, abrirle las arterias y devorarle entero, dándole la razón. Tampoco hubiera conseguido sus propósitos, en cualquier caso. Se guardó el vial prudentemente y miró alrededor.

- ¿Y bien? ¿El momento de qué?

El elfo le hizo un gesto, cediéndole el paso.

- Vamos a la guarida.

Caminaron hacia el norte a través de los pasos estrechos, el uno junto al otro, en silencio. Abi le miraba de reojo de vez en cuando, vigilándole.

Hasta el momento, Doriath Dirnen se había demostrado tan bueno como alardeaba ser, tanto como cazador como en la posición de maestro. Abigail había progresado a una velocidad insospechada bajo su tutela. No importaba lo duros que fueran los ejercicios, ni la crueldad de algunos entrenamientos, tampoco que supiera con certeza que algunas de las tareas que le encomendaba no tenían el menor sentido mas que entretenerle. Abigail cumplía, y cuando se negaba a cumplir, se enfrentaba con Doriath para hacer valer su decisión. Luchaban, y aunque en dos ocasiones el combate fue reñido, ella aún no había conseguido derrotarle.

Cada vez que perdía un combate contra él, Doriath le obligaba a beber algo de su sangre. Así fue como aprendió a medir su rabia y a no desafiarle hasta estar segura de tener verdaderas posibilidades.

"No comer siempre del mismo, esa es la primera regla", se repetía.

Lo sabía. Era consciente de los riesgos. Consumir la sangre de Doriath era como tener alas, subir al cielo y verse asaeteada por el orgasmo y la catarsis, suspendida en una nube de fuego efervescente. Sí, demasiado parecida a la Luz en cierto modo, por aberrante que fuera la comparación... y tan deliciosa que siempre querría más. Encadenarse de ese modo era mucho peor que la adicción en sí. Abigail lo sabía, tanto como sabía el peligro que encerraba su propia sangre, la que ella atesoraba en sus venas. Ninguno era inmune al otro. Doriath lo había descubierto pronto... sospechaba que primero fue el olor, pero aun así no pudo resistirse a probarla. Fue una tarde de verano. Una herida abierta y la lengua de él deslizándose sobre el corte, por la curva de su hombro.

Aquella vez, ella le golpeó con furia pero el maestro no se defendió. Se quedó quieto, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos tenía las pupilas dilatadas y una expresión de placer prohibido que a Abigail le obligó a apartar la vista. "Eres un peligro", había dicho él, limpiándose los labios y recuperando la sonrisa torcida. "Pero me gusta el peligro".

El peligro...

Perdida en sus pensamientos, cuando quiso darse cuenta habían llegado a la caverna oculta en la que tenían su madriguera. Había un círculo dibujado en el suelo. Abigail se acercó unos pasos y observó los caracteres, reconociéndolos con rapidez.

- ¿Qué es esto?

- Ya sabes lo que es - respondió Doriath con aire flemático. Caminó, flexible, hacia un rincón, y cruzó los brazos observándola con mirada penetrante. - ¿Por qué a veces te comportas como si fueras estúpida? No lograré entenderlo nunca.

Abigail puso cara de fastidio.

- ¿Con qué propósito has puesto aquí este círculo? - volvió a preguntar, resignada.

Doriath sonrió.

- Ah, eso es otra cosa.

Encendió un par de velas en uno de los carbones murientes del fuego que mantenían. Las colocó en las oquedades de la roca, una tras otra, mirándola de reojo.

- Este es el círculo que utilizaremos para el ritual. Ha llegado la hora de que te vincules.

- Yo ya estoy vinculada - replicó Abi, alzando la barbilla - Pensaba que era evidente.

El maestro terminó de distribuir las luces. Luego se situó al otro lado del círculo, frente a ella.

- Sí, estás vinculada. Vinculada como lo está el pez que pende del anzuelo al pescador. - Abi apretó los puños. La sangre volvió a hervirle con rabia. - Un vínculo correcto no sólo te imbuye de las capacidades del demonio que ligues a ti, Eidan... un vínculo real, bien hecho, te da mucho más que eso. Vences al demonio, le esclavizas, le haces tuyo. Le asimilas. Le conviertes en parte de ti, dentro de ti, bajo tu control. Para siempre. Evolucionas.

Abigail tragó saliva. Doriath seguía hablando, pero su atención se disipó, perdiéndose en sus propias reflexiones. Evolución. Había dicho mucho aquella palabra en los últimos tiempos. También la había escuchado, sobre todo a Doriath. Abigail había evolucionado, eso era cierto. A un alto precio. Sentía cómo a cada paso que daba se sumergía más y más en la corrupción que formaba parte de ella, en esas aguas balsámicas que le susurraban al oído que no había sido para tanto, que no pasaba nada, que convertían cosas que jamás habría aceptado hacer en algo repentinamente "no tan importante", y muchos de sus pilares morales en "prejuicios" o "exageraciones". Aquel era el verdadero peligro de la corrupción del alma: era un arrullo que envolvía, que tentaba, que empujaba a dejarse llevar por ciertos impulsos, excusándolos como algo genuino cuando en realidad...

- ¿Qué te pasa?

La chica apretó los puños. Le había sacudido un temblor. Doriath frunció el ceño y su gesto burlón se tornó frío y severo ante la muestra de debilidad. Rápidamente, Abi se recompuso, levantando el rostro otra vez.

- No quiero vincularme a un demonio cualquiera. No me sirven los genéricos.

La expresión del maestro se apaciguó y regresó la sonrisa cruel. Las argollas y las cadenas tintinearon cuando ladeó la cabeza con donaire.

- Lo suponía. Necesitas algo... especial. Contigo todo debe serlo.

- Y tú ya has pensado en algo.

Doriath hizo una mueca divertida. Su mirada se tornó más brillante. Rodeó el círculo con pasos lentos y siguió su camino por detrás de Abigail. Después se inclinó sobre su hombro y susurró un nombre.

- Balberith.

- ¿Quién es? - dijo ella en el mismo tono. La luz de las velas arrancaba destellos enigmáticos en las vestiduras de Doriath, en las marcas de su cuerpo y en sus ojos.

- Es un demonio.

- ¿Pertenece a la Legión?

- Pertenecía. Se marchó por... motivos personales - de nuevo la sonrisa cruel.

Abigail notaba el zumbido con claridad. Era la alarma que vibraba en su instinto, advirtiéndole del peligro. No podía fiarse de Doriath. ¿Por qué le recomendaba un demonio en particular? ¿Qué intereses ocultos tenía en ella? ¿Cuáles eran sus pretensiones?

- No tomaré a Balberith - decidió, sin necesidad de demasiada reflexión.

- Una lástima - respondió Doriath, encogiéndose de hombros - Entonces ella te tomará a ti.

- ¿Qué? ¿Com...?

La mano le tapó la boca y los brazos del Maestro la atraparon. "No, no... maldita sea". Forcejeó, le mordió, le golpeó con los codos, trató de inflamar las llamas a su alrededor, pero la presa de Doriath era férrea. "¡Maldita sea!". El sabor efervescente de la sangre del Maestro le cosquilleó en la lengua. Al clavarle los colmillos en la mano había cometido un error. Cerró los ojos, echando mano de todo su autocontrol, y aunque consiguió evitar el impulso de lamer la herida, de arrancarle la mano y beber, no pudo impedir que el hechizo que él susurraba en su oído tuviera efecto.

Mientras las fuerzas le abandonaban y su vista se nublaba, escuchó su voz, al tiempo que el peso de su cuerpo se desplomaba, quedando entre sus brazos como un despojo inerte.

- ¿Cuando aprenderás a no bajar la guardia, querida?

jueves, 14 de abril de 2011

3.- Entrenamiento

- ¿Y cuál es el de verdad?

La muchacha dirigió una mirada fría y seca al Maestro. Doriath estaba subido en lo alto de una rama, con una pierna colgando y la otra flexionada, las enormes botas de hebillas balanceándose. Desde allí la observaba mientras ella practicaba el ejercicio que le había ordenado, consistente en trepar en el árbol retorcido de enfrente, con las manos y las piernas atadas. Doriath había exhibido una sonrisa lasciva al apretar los nudos de las cuerdas en sus muñecas y tobillos, y había hecho algún comentario estúpido. La joven se había limitado a mirarle con su expresión habitual, hasta que él declaró que le encantaba que fuera tan receptiva, porque eso lo hacía todo muy interesante.

Abigail se había anotado esa broma de mal gusto en su cuenta personal con el Extraño e Insoportable Presunto Doriath Dirnen.

- ¿Cuál es el qué? - preguntó a desgana, retorciéndose como una sierpe para engancharse a la siguiente rama con los pies. Llevaba diez minutos intentándolo. Se había caído tres veces. Estaba bañada en sudor.

- Tu nombre, por supuesto.

- Podría preguntarte lo mismo, Maestro.

- No, no podrías. Mi nombre tiene verosimilitud, y una sonoridad envidiable, ¿no te parece? - replicó él, dirigiéndole una benévola sonrisa desde las alturas. Ojos verdes, cabello negro, expresión burlona. - Lo tuyo es de una obviedad que da miedo, y llama demasiado la atención.

- Pocos se han dado cuenta hasta ahora.

- El mundo está lleno de necios.

- Yo no soy una de ellos. No te diré mi nombre.

Había conseguido asirse a una rama más gruesa. Alzó las piernas, se balanceó y se fue impulsando con los pies apoyados en el tronco hasta encaramarse por completo. Una vez arriba, sólo le quedaba ascender un poco más para coronar la copa y haber finalizado su tarea. Hizo una madeja con toda su rabia, dispuesta a conseguirlo.

- Haremos un trato. Si te caes del árbol, me lo dirás. Si llegas arriba, yo te daré el mío.

La muchacha frunció el ceño y observó a la aparición burlona que la contemplaba desde lejos. Ella arrugó la nariz. Él sonrió.

- No me fío de tí.

Desde que había aceptado el entrenamiento con Doriath, las cosas se habían vuelto peligrosas y afiladas. Él ponía en duda sus capacidades constantemente, se burlaba de ella y la despreciaba. Eidan sospechaba que todas las engorrosas tareas que le encomendaba solo estaban destinadas a entretenerse él mismo, no a enseñarle nada útil. Pero también sabía que Doriath Dirnen era mucho más de lo que aparentaba. Había sentido su poder en la sangre, en el tuétano de los huesos. Aunque él no le enseñara nada, ella terminaría por aprender algo. La clave era la constancia y el tesón, y de eso, Abigail tenía mucho.

Aún no habían hablado sobre pagos. Pero aquel cazador no era la clase de persona que hace nada gratis. A Eidan la situación no le gustaba, pero no había tenido mucha más opción. Regresar con Altrius derrotada habría sido una humillación y se habría quedado sin instructor.

- No me digas esas cosas. Me rompes el corazón.
- ¿Ah sí? - soltó ella, estudiando la manera de trepar a la cima - ¿No me digas?
- Sí, te digo.
- Acepto.

Doriath sonrió. Eidan sintió como un escalofrío de adrenalina pura le recorría la espalda, estallaba en alguna parte delante de sus ojos y hacía brillar sus runas. Se agazapó y saltó hasta la rama superior del árbol, intentando sujetarse con pies, manos y dientes. Gruñendo, se retorció, revolviéndose, clavando las uñas en la corteza. De alguna manera, lo había logrado. La sangre verde comenzó a escurrirse de sus manos, a dibujar un riachuelo por la rugosa piel del nogal quebrado. Con las puntas de los pies apuntaladas en una juntura y destrozándose los tendones de los dedos, se mantuvo ahí, con la mandíbula apretada, en equilibrio como una gárgola tatuada.

Arrojó una mirada cruel a su maestro.

- He ganado.

Doriath se incorporó en su propia rama. Levantó un pie, alargó la guja y, con aire travieso y postura de bailarín, arrojó el arma, haciéndola girar. Golpeó el tronco, quedando clavada en él. Una vibración intensa recorrió el árbol. Eidan sintió la energía morderle la sangre, gruñó y perdió el asidero. Cayó al suelo de espaldas, soltando un grito. Se había golpeado el hombro con una piedra, pero su ira era más intensa que cualquier dolor.

- ¡Maldito tramposo! - bramó, perdiendo el control de sí misma.

Los sentimientos le golpeaban dentro con fuerza.

- No, no, no, no, no - puntualizó Doriath - No he hecho trampa. Te dije que si llegabas arriba te daría mi nombre, y que si te caías, tú me darías el tuyo. Ambas cosas han pasado, hemos empatado.

- ¡Me has tirado!

- Falso - se escandalizó el maestro - ni siquiera te he tocado.

Eidan se revolvió en el suelo y se levantó, con una niebla roja ante los ojos. Maldito fuera. Maldito fuera. Iba a acabar con él. Hizo estallar el fuego a su alrededor, quemando las sogas que la maniataban y echó a correr hacia el cazador.

Doriath la observó con severidad. Alargó un pie y le puso la zancadilla, echándose las manos a la espalda.

De nuevo en el suelo, Eidan suspiró y trató de calmarse. Aquello era absurdo. No podía permitir que ese desgraciado la irritara tanto. Y sin embargo... era novedoso y agradable. Sentía con gran fuerza todo lo que él le provocaba. La rabia, la tensión, la ira, el desprecio, la exasperación.

- Hay que ver. Esa actitud por tu parte es muy decepcionante - comentó El Maldito Asqueroso Doriath Dirnen de manera indolente - Venga, arriba. Al fin y al cabo, has llegado ¿no?

Eidan se incorporó, haciendo acopio de toda su determinación para empujar lejos de sí las ganas de darle una bofetada. Se sacudió la tierra de los pantalones, manteniendo los dientes apretados. Doriath sonrió y le quitó la arena del cabello. Se apartó cuando él le rozó la mejilla con los dedos, largos y suaves. Tenía las uñas pintadas.

- No me toques.

Doriath suspiró afectadamente.

- Ahora escondite - ordenó, muy serio - Te la ligas. Cuenta cien y encuéntrame.

- Estás loco. Teníamos un trato, además.

- ¿Vas a decirme tu nombre? - preguntó él, con la ilusión de un niño al que le dan un regalo.

Ella hizo una mueca de asco.

- Después de que tú me des el tuyo.

- Encuéntrame y quizá lo haga.

Eidan entrecerró los ojos.

- Eres un tramposo.

Acto seguido, se puso de cara al árbol y comenzó a contar en voz alta y clara. El eco de la risa contenida de Doriath Dirnen resonó tras ella, percibió agitarse el aire con su rápido movimiento, y después, su olor se desvaneció.

- Uno, dos, tres...

viernes, 1 de abril de 2011

2.- Renacimiento

Un sol mortecino se filtraba a través de las ramas retorcidas. En el Bosque Corrupto, una abominación vegetal surgida en la Escara Impía a causa de los delirios de un druida, los árboles se apiñaban, sangrando su infección. El mismo suelo desprendía el hedor picante y dulzón de la corrupción, que no llegaba a ser cubierto por los intentos de la flora por prestar parte de su esencia al conjunto. A diferencia de Frondavil, en aquel paraje, el aroma enfermizo era el fondo, el corazón de la tierra, no algo ajeno y posterior que enmascarase los perfumes y la pureza natural. En el Bosque Corrupto, desde la semilla de la creación de aquella vida extraña y artificial había estado presente la enfermiza marca.

Abigail tenía la espalda apoyada en un tronco y los ojos entrecerrados. Las trenzas negras le caían a los lados del rostro, con las cuentas y abalorios iluminando el profundo azabache de sus cabellos. En las raíces, un color rojo rabioso comenzaba a abrirse paso.

Cerró los dedos con fuerza en la empuñadura de los khopesh y se lamió los labios con ansiedad. Tarde o temprano cazará, pensaba. Y cuando lo haga, me llegará el olor de la sangre, y le encontraré. Entretanto, tenía que conformarse con percibir el olor de los demonios desde lejos. Podía sentirles. Había guardias viles y apocalípticos de baja intensidad pululando por la zona. Y le parecía oler un Señor del Terror muy al fondo. Escuchaba aleteos leves, el murmullo de las hojas putrefactas, los sonidos quebradizos de los tiernos enfermos al hundir sus pies de raíces en el limo barroso. Algún gorgoteo lejano.

Dejó que su mente se fundiera con sus sentidos y permaneció inmóvil, alerta, hasta que la nota ácida en sus fosas nasales pareció acentuarse con una explosión. Entonces abrió los ojos, un destello verde y fosfórico sobre el rostro blanco y cuajado de runas. Hizo girar las armas y comenzó a moverse, ligera como una pantera, siguiendo el rastro. No tardó en hallarlo.

Cruzó una loma amparándose en los troncos retorcidos, inclinada y con las armas prestas, sigilosa, rápida, invisible como el viento. Se agazapó tras el arbusto y observó. El cadáver sangrante de un apocalíptico yacía con las alas abiertas, medio hundido en un charco apestoso. La sangre estaba empezando a teñir de un color insano el agua y la tierra alrededor, pero ni rastro del cazador.

Abigail se lamió los labios. Sus entrañas se habían abierto como una flor carnívora al ver y oler aquel banquete; su vientre piaba y vibraba como un nido de pajarillos insistentes, hambrientos, desesperados. Tomó aire entrecortadamente y miró alrededor, haciendo acopio de toda su voluntad. ¿Dónde estaba el cazador? ¿Había matado y dejó a la criatura tirada para ir en busca de otra? Aguzó el oído, los instintos aún más despiertos con la cercanía del manjar. Pero no captó nada.

Entonces abrió mucho los ojos.

"Mierda"

Se dio la vuelta precipitadamente, interponiendo los khopesh , con todas las alarmas aullando y tremolando en su interior.

"Me ha atrapado él a mí"

Las gujas eran más grandes que sus espadas. Se estrellaron contra ellas y un vórtice de energía las hizo volar por los aires, lejos de sus manos, como simples hojas muertas. Abigail trastabilló y saltó hacia atrás, rebuscando en su cinturón hasta desenfundar el látigo y hacerlo restallar. Con la otra mano, desesperada, clavó las garras en el pie del apocalíptico muerto y tiró hasta arrancarle una de sus enormes uñas retorcidas y afiladas. La sangre infecta chorreaba por su mano. Resolló y creyó que se desvanecería por un momento, pero aun así, mantuvo la guardia, con los ojos fijos en el cazador al que debía cazar.

El elfo no se movía. Había apoyado las gujas en el suelo, algo inclinadas hacia los lados, y la observaba a cuatro o cinco metros.

Abigail había leído muchas veces la expresión "sonrisa lobuna", pero jamás había estado muy segura de qué significaba, qué imagen debía hacerse de ella. Nunca hasta entonces. El cazador era un sin'dorei alto, de piel oscura y con una cabellera negra pulcramente peinada hacia atrás, recogida en la nuca con un jirón de tela de color verde lima, cuyos picos colgaban y se agitaban con la brisa. Tenía la nariz grande y aquilina, aristocrática, en consonancia con el resto de sus rasgos, de trazo amplio. La sonrisa era ancha, se elevaba en una comisura hasta dejar al descubierto una parte de la dentadura, con un aire travieso y malicioso. Los ojos entrecerrados destellaban con el verdor luminiscente de las energías demoníacas.

Por un momento, Abigail arqueó las cejas, olvidándose incluso del olor de la sangre demoníaca mientras contemplaba la extraña apariencia del cazador de demonios. "No se ha sacado los ojos", observó.

Llevaba el torso desnudo, vestía una extraña falda negra llena de tiras, correas, cadenas y hebillas, y unas botas altas con una suela demasiado ancha. En el torso, además de los tatuajes y escarificaciones que combinaban el verde y el púrpura, descubrió diversas laceraciones atravesadas por piezas de metal, dos argollas en los pezones y una más en el ombligo. También llevaba aros en el labio, en la nariz y en la ceja. Y la miraba como si ella fuera algo muy gracioso. Como un gato mira a un ratón incauto que se ha metido dentro de su plato de comida, ni más ni menos. Puede ser divertido. ¿Jugamos un rato? Te tengo.

Abigail se tensó, aguardando.

- ¿Y tú eres? - dijo entonces el elfo, con una voz clara y espumosa, de tenor, llena de matices y fina como el viento, sin vibraciones. Extrañamente ambigua. Peligrosamente hipnótica.

- Eidan.

- Bonito juego de palabras - respondió él. Guardó una de las gujas a su espalda y se acercó en un extraño paso lateral, como de baile. - ¿Has venido a visitarme, Eidan? ¿Quién te envía? ¿Quizá ese cobarde de Altrius que no es capaz de hacer nada solo?

Eidan se quedó sin palabras. Quería responder, pero aquel elfo era demasiado desconcertante incluso para ella. "Al infierno", se dijo. Dio un paso hacia atrás, amagando un retroceso, y se lanzó sobre él. La única guja chilló y destelló con energía demoníaca al detener su golpe. El cazador onduló y giró como un bailarín, y soltó una risilla divertida tras rechazar el ataque. Abigail se vio proyectada varios metros hacia atrás, intentó poner pie, cayó de espaldas, dio una voltereta y se incorporó de nuevo.

- Qué maleducada.

Ni siquiera se había despeinado. Abi volvió a atacar. Se abalanzó sobre él como un felino, furiosa y veloz. Intentó alcanzarle en un costado, pero el elfo la golpeó en la espalda con una de sus botas tras esquivarla con insultante facilidad, y después la hizo caer de nuevo. Esta vez, Abi se irritó y lanzó un grito furioso, salvaje. El cazador no lo esperaba, por un momento le descolocó, y la uña de demonio le rasgó un brazo.

Abigail volvió a colocarse en posición de combate. El elfo se miraba la herida. La sonrisa se había borrado de su rostro. Se lamió la sangre y empuñó su arma de nuevo, separando las piernas. La miró con un destello vivo en los ojos verdes.

- Este es tu fin - dijo, sonriendo de nuevo. Su tono de voz se había vuelto una octava más grave - Di "soida", Eidan.

Abigail tragó saliva. Estaba preparada, pero apenas lo vio venir. Toda la furia del golpe cayó sobre ella. Las armas le salieron disparadas de las manos, y una violenta energía le mordió todos los nervios, pasó a través de su piel y la abrasó por dentro, haciendo reaccionar su sangre. Se le emborronó la visión. Fue consciente de volar por los aires durante unos instantes, luego del impacto del suelo en su espalda. Y cuando consiguió abrir los ojos, aún convulsionando, presa de un dolor casi tan intenso como sus peores dolores, la punta de la guja estaba en su cuello y el elfo la miraba.

Tanteó con una mano a su lado, encontró una piedra y atinó a arrojársela. Él la evitó ladeando la cabeza casi con indiferencia.

- Hay que ver. No te rindes, ¿no?

Ella murmuró algo ininteligible, ahogando un grito cuando la sacudió otra convulsión. El elfo se llevó una mano a la oreja.

- ¿Qué dices? No te entiendo.
- Mátame - consiguió articular, temblando de nuevo. Jadeó.

El elfo frunció el ceño y se quedó mirándola.

- Te daré a elegir - dijo entonces, de nuevo la voz grave y el semblante serio - Altrius te está entrenando, ¿no es así? Él te envió a matarme.

Abigail no respondió. No podía, y en cualquier caso, sabía que era absurdo negarlo. El elfo se arrodilló a su lado y la miró con tranquilidad, mientras ella temblaba sobre el suelo, agitada por los espasmos del dolor, con las runas sangrando.

- Puedo matarte. Puedo dejarte viva y que vuelvas con ese inútil de cara triste - dijo, mientras le acercaba el brazo, mostrándole la herida que le había hecho con la uña de demonio. Apenas un maldito rasguño. El elfo sonrió - O puedes ser mi discípula.

Abigail reunió fuerzas para resollar y fijar la mirada en él. El combate fugaz la había dejado malherida y al borde del desvanecimiento, pero no era tonta. No había mermado su raciocinio.

- ¿Qué quieres a cambio? - murmuró a duras penas.

- Nada que no pueda conseguir - respondió él, con una nueva sonrisa lobuna - y nada que no vayas a darme de buen grado.

- No puedes saber eso... - gimió ella.

- Ya lo veremos.

Se pasó el dedo por la herida y dejó caer una gota de su sangre sobre los labios de Abigail. Ella le odió con toda su alma en aquel momento, pero sacó la punta de la lengua para capturar el manjar. Y de pronto, todo dejó de doler, la embargó una sensación de ligereza, como si alguien hubiera tirado de su alma y la hubiera elevado, dejando su espíritu en las nubes, lejos de todo sufrimiento, cansancio o frío. Parpadeó, sorprendida, con los ojos fijos en aquel extraño ser. Hasta ella podía sorprenderse todavía. Era un buen descubrimiento.

- ¿Quién eres? - susurró.

- Soy Doriath Dirnen, tu maestro. Me gustaría que me llamaras Maestro. Siempre he querido que alguien lo hiciera.

La sonrisa lobuna volvió a surcar su rostro y los pendientes de metal tintinearon cuando se puso de pie. Le tendió la mano. Abigail la tomó y se incorporó, apartándola al instante. Aún sin comprender muy bien lo que había sucedido, embotada y desorientada, siguió a Doriath a través del Bosque Corrupto, contemplando, mientras se hacía todas las preguntas del mundo, las puntas oscilantes del jirón de tela color verde lima.

lunes, 7 de junio de 2010

1.- Nacimiento

"El tiempo siempre corre a mi favor"

Podía escucharse a sí misma. Recordarse, su voz, desgranando las frases que no le pertenecían. Sus sentimientos, que no eran suyos, ardían poderosamente en su pecho como fuegos alimentados con espesa brea de pesadillas y retorcida oscuridad. La angustia caminaba a paso lento por los pedazos horadados y descosidos de su alma, consumiendo los restos de lo que fue, invadiendo los huecos con los retales de aquella otra, la invasora. Mientras la virulenta danza de la locura trenzaba sus pasos, golpeándola con imágenes, olores y tactos aberrantes, permanecía encogida y emparedada en su cuerpo al límite, vagando en el vacío que Ella había dejado, sujetando con fuerza su oración. Reflejos de sueños atroces destellaban de cuando en cuando en su conciencia tambaleante, como estigmas inflamados, y a través de ese bosque de nada y soledad, caminaba errante, recitando su mantra.

El aire era una puñalada en los pulmones cuando la quemazón intensa, cantarina, la golpeó como el primer azote a un recién nacido. Hirvió sobre su piel, abrasándole la sangre y despertando un dolor diferente, fuego llameante de vida que se abre paso y busca impulso. Una lengua de lava que vibra y se agita, chisporroteante, efervescente, reactivando el cuerpo destrozado. La muerte la seguía mirando. Retiró su mano blanca y le dedicó un gesto de condolencia, diluyéndose entre el resto de imágenes discordantes en su mente y dando paso a una negrura real y sin visiones. Allí en lo oscuro sentía con más claridad la debilidad en su cuerpo y los brutales latigazos de la Luz.

Y también escuchaba las voces.

- Vamos, vamos.
- Creo que tengo vendas...
- ... más adecuad... fermería...

Se arquearon sus músculos en un espasmo. La respiración, como un estertor, arrastró el aliento al fondo de sus pulmones, luego lo expulsó fuera, agitadamente. Cada célula era un incendio cada vez que la Luz brillante batía sobre ella, cada órgano parecía inflamarse y querer estallar. Los tendones se tensaron como cuerdas metálicas de espinos, haciéndola más consciente de aquel dolor físico, alejándola de la tortura de su espíritu y su mente.

Pudo ver algo, entre el desmayo y la vigilia. Rostros que flotaban alrededor, voces preocupadas que conversaban mientras la Luz la azotaba, revitalizándola al tiempo que la destrozaba. Unos brazos la levantaron en vilo. Los huesos parecían querer rompérsele.

- ...crees?
- Con pociones y...
- Creo que le hace daño - dijo una voz infantil.

Parpadeó. El estómago se le dio la vuelta, la náusea trepó por su garganta mientras intentaba enfocar la vista. Una muñeca de pelo rubio hablaba de un hospital o un templo. Era quien había pronunciado la frase anterior. A su lado, o quizá debajo o encima, no estaba segura, había otra muñeca de pelo negro y semblante triste.

- Trhanquila.

Los párpados se le cerraban. Esa voz había sonado más cerca. Vislumbró un par de ojos grises, una guedeja de cabello rojo. Negrura. Y después de la negrura, de nuevo un empujón que la arrastraba fuera de la inconsciencia, cuando sus nervios se agitaron al borde del colapso y un dolor más intenso la asedió. Escuchó un tintineo cascabeleante, como si cientos de campanillas cantaran a la vez con una intensidad arrolladora, y su interior se inflamó como una estrella antes de explotar. Estaba cayendo en un volcán. Gimió.

Oscuridad.

0.- Un final. Un principio.

Un jardín dorado de luz primaveral. Las flores que se abrían, desperezándose al amanecer, inclinándose sobre los bancos de piedra y las luminarias con forma de capullo cerrado. El aire fragante del estío, fresco en el alba gris, deslizándose indolente como un niño que patina y ahora acaricia las hojas, ahora revuelve la tierra, luego danza y engalana de rocío las retorcidas ramas. Esa remembranza solitaria volvía a ella una y otra vez, entre el abrupto dolor y el frío gélido del destierro.

Allí, atrapada en el interior de sí misma, desgranando su oración mientras la muerte se acercaba a pasos lentos, se sintió aliviada. Aferrándose a la esquiva imagen, se encogió y se dejó llevar, resignada y tranquila. "Ilumina mi senda en la hora oscura que me acecha. No me abandones aunque yo te deje, no me pierdas aunque yo me pierda". Al menos, iba a terminar. Se acabaría el sufrimiento, el frío punzante que había enterrado sus garras en su espíritu, la continua mordedura ácida y corrosiva de la sangre que corría ahora por sus venas, los jirones destrozados de su alma hecha pedazos, como cristales cortantes enredados en la garganta, que cortaban cada segundo, cada minuto, cada hora.

Agotada, quiso abandonarse. Era tan fácil como dejar de rezar, tan sencillo como soltar los dedos de la abrasadora cadena a la que, por algún motivo, se sujetaba con desesperación tratando de alcanzar la superficie. Y sin embargo, ¿por qué no la soltaba?. Sabedora de que solo tendría paz en el final, ¿por qué retenía aún ese último eslabón?

No me abandones aunque yo te deje. No me pierdas aunque yo me pierda.

No tenía la respuesta.

Los recuerdos pasaron por su mente a la deriva en una exhibición fugaz y circense, mezclándose unos con otros, grotescos, sucios, imposibles pero reales. El néctar verde y embriagador que despertaba sus sentidos, el beso atroz de la sombra que la envolvía y fortalecía mientras clavaba la daga ritual en el pecho de la víctima, la tensa irrupción en sus entrañas siempre ávidas y las cabalgadas veloces, frenéticas, entre el sudor y los gemidos quedos. La energía espesa y tibia que bebía en cada celebración, hecha de adrenalina, deseo y carne. Los partos, las hijas, los amantes y los muertos. Los bebés que lloraban sobre la piedra, el ruido de sus diminutos huesos al partirse, el sabor especial, delicado y primigenio de la sangre del nonato y del sietemesino, la sutil textura de su piel y de su carne. El odio ciego, la obsesión desgarradora.

La muerte era lo único que podría liberarle de aquello. Y sin embargo... no era capaz de soltarse, pese a todas las muertes que ya había vivido junto a Abrahel. Ella le había matado. Ella la mató cada vez que hizo con sus manos lo impensable, cada vez que usó su cuerpo para lo más abyecto, cada vez que hizo vibrar su voz para condenar a otros. Había conocido la maldad más pura. La había llevado dentro. ¿No tenía acaso derecho a estar cansada, o es que no tenía fuerzas para descansar? ¿Era el miedo o la inercia lo que la obligaba a seguir viva?

No me abandones aunque yo te deje. No me pierdas aunque yo me pierda.


No era una cosa ni otra.

No quería dejarse vencer. Nunca había querido. Jamás se había rendido, y no pensaba hacerlo ahora. Se agarró con las mermadas fuerzas de su alma a aquella oración imperecedera, la que día tras día había alimentado incansablemente mientras su cuerpo era mancillado y dilapidaba los límites de la crueldad con las cosas que hacía a otros. La alimentó una vez más.

El jardín dorado, unos ojos claros, un tablero de ajedrez. La voz grave y vibrante de la esperanza.


- Buena partida - dijo él.


Las piezas de marfil devolvían los destellos lejanos del naaru. Una suave brisa acariciaba la ciudad de la Luz, y en la Grada del Arúspice, el zumbido de la magia y los pasos retumbantes de los guardianes arcanos hacían el contrapunto a los pájaros que cantaban alegremente en la presencia de A'dal.


- ¿Te has dejado ganar? - preguntó ella, con esa voz que no era la suya, insinuante, resbaladiza.


Él meneó la cabeza, sosteniendo el rey negro entre dos dedos, observándolo como si fuera interesante. Disimulaba muy bien la incomodidad que le causaba su presencia, incluso tenía las agallas para ser amable. Abrahel estaba revolcándose en su fascinación, encantada con la atención y el trato suave que al fin le era dispensado.


- No. Has ganado limpiamente.
- Limpiamente. ¿Te sorprende que sea capaz de hacer algo de manera limpia?


La mirada intensa abriéndose paso nuevamente, y por un momento, apenas un fugaz momento casi imaginado, la sensación de la conexión. Lo percibió en la calidez repentina y el latido brusco, como un impulso o un tirón, y también en el mareo de Abrahel y la zozobra inmediata. ¿Le estaba mirando? La miraba a ella, no al demonio. ¿Era posible?¿Acaso podía verla?


- Lo siento. Lo siento mucho.


El recuerdo se deshizo en un jirón de niebla, el frío se convirtió en polvo y piedra cerrándose a su alrededor. Junto a ella, la hierba crujía bajo los pasos suaves que se acercaban, y se silenció el bosque cuando la muerte se detuvo, inclinándose y rozándola con su mano blanca, suave, invitadora. Ella apretó los dientes y abrió los párpados, agarrada a su único asidero, repitiendo el rezo como un mantra que cobraba ritmo hipnótico.

Miró a los ojos a la muerte, y le dedicó una sonrisa ácida y punzante.