viernes, 28 de octubre de 2011

4.- Vínculo (I)

- Ha llegado el momento.

Abigail tardó aún unos instantes en procesar las palabras de su maestro. Hacía rato que se había olvidado del dolor de sus propios dedos, engarfiados en la roca de la que estaba colgando. Debajo, el acantilado se abría y el mar aguardaba, lejano y rugiente. Escuchaba las gaviotas. Escuchaba el arrullo de las olas. Escuchaba, mucho más allá, los susurros. Pies que se arrastran, voces que cuchichean, ese ruido sonoro en los planos que se solapan. Y veía. Pese a la venda que llevaba sobre los ojos, podía ver. Los estímulos que le llegaban, lo que escuchaba, lo que podía oler, esos mensajes sensoriales que le alertaban de presencias - animales, humanoides, demoníacas - se tejían en su mente formando un tapiz de imágenes.

A través de todo aquello, la voz de Doriath se abrió camino y la alcanzó, el significado de su frase se formó lentamente.

- Ha llegado el momento.


El maestro le golpeó en la muñeca con el tacón de la bota.

- Vamos.

Abigail aguardó unos segundos. Después, sin previo aviso, apuntaló las puntas de los pies en la pared rocosa, se impulsó y saltó sobre el elfo. Rodaron por la tierra, al borde del acantilado, enzarzados en una pelea sin armas, silenciosa, salvaje y animal. Le arañó con las garras en el cuello e intentó morderle. Él le tiró del pelo y trató de morderle a ella.  Intercambiaron un par de bofetones y después, de repente, él se escurrió de su presa. "Maldita sea", pensó Abi, frustrada. Con la venda no podía ver. Giró el rostro alrededor y captó el estímulo.

Sabía que ahora llegaría por detrás.

Detuvo su golpe y trató de propinarle una patada en la nuca. Doriath la esquivó y le hizo una llave, interceptándola, jadeando por el esfuerzo. Luego se echó a reír, manteniéndola inmovilizada contra su pecho.

- No te rías - ordenó ella, rabiosa. Aún forcejeaba.

La venda desapareció de sus ojos cuando él se la arrancó. Abi entrecerró los párpados, rehuyendo la luz potente de las Tierras Devastadas, demasiado roja, demasiado intensa. El atardecer ya se escapaba, y aun así, el suelo oxidado y el polvo que se levantaba al agitarse el viento parecían brillar ante sus pupilas. Más colores, más sonidos, más olores, más sentidos. Desde hacía un tiempo, su percepción había aumentado asombrosamente. Tal vez a causa del entrenamiento. O de la dieta.

- ¿Estás cariñosa hoy?

- Dijiste que era la hora.

- No me refería a esto. Aunque nunca es mal momento para acariciarnos, ¿no es verdad, Eidan?

La muchacha no respondió. Permaneció impasible, observando su sonrisa burlona. Aguardó pacientemente hasta que él se cansó de mirarla y la soltó, chasqueando la lengua y sacudiéndose el polvo del faldón. Las hebillas y las cadenas tintinearon.

- Eres tan arisca...

Doriath se limpió algo de sangre del cuello con un dedo y la lamió. Abigail apretó los dientes y aguantó el tirón en su estómago.

- Vete al infierno.

El maestro sonrió de nuevo, agitando los dedos llenos de anillos.

- Ya he estado, y no me gusta mucho - le mostró la palma de la mano, teñida con el manjar de sus venas - ¿Tienes hambre?

Él sabía que sí. Claro que tenía hambre. Ultimamente la tenía siempre. Doriath le arrojó un vial por los aires y ella lo cogió al vuelo.

- Aquí tienes - le dijo. - Amor embotellado. Tranquila, no es mía... aunque eso te gustaría, ¿a que sí?

Se limitó a mirar al elfo con expresión impasible, conteniendo la rabia... y las ganas que le bullían dentro de arrojarse sobre él, abrirle las arterias y devorarle entero, dándole la razón. Tampoco hubiera conseguido sus propósitos, en cualquier caso. Se guardó el vial prudentemente y miró alrededor.

- ¿Y bien? ¿El momento de qué?

El elfo le hizo un gesto, cediéndole el paso.

- Vamos a la guarida.

Caminaron hacia el norte a través de los pasos estrechos, el uno junto al otro, en silencio. Abi le miraba de reojo de vez en cuando, vigilándole.

Hasta el momento, Doriath Dirnen se había demostrado tan bueno como alardeaba ser, tanto como cazador como en la posición de maestro. Abigail había progresado a una velocidad insospechada bajo su tutela. No importaba lo duros que fueran los ejercicios, ni la crueldad de algunos entrenamientos, tampoco que supiera con certeza que algunas de las tareas que le encomendaba no tenían el menor sentido mas que entretenerle. Abigail cumplía, y cuando se negaba a cumplir, se enfrentaba con Doriath para hacer valer su decisión. Luchaban, y aunque en dos ocasiones el combate fue reñido, ella aún no había conseguido derrotarle.

Cada vez que perdía un combate contra él, Doriath le obligaba a beber algo de su sangre. Así fue como aprendió a medir su rabia y a no desafiarle hasta estar segura de tener verdaderas posibilidades.

"No comer siempre del mismo, esa es la primera regla", se repetía.

Lo sabía. Era consciente de los riesgos. Consumir la sangre de Doriath era como tener alas, subir al cielo y verse asaeteada por el orgasmo y la catarsis, suspendida en una nube de fuego efervescente. Sí, demasiado parecida a la Luz en cierto modo, por aberrante que fuera la comparación... y tan deliciosa que siempre querría más. Encadenarse de ese modo era mucho peor que la adicción en sí. Abigail lo sabía, tanto como sabía el peligro que encerraba su propia sangre, la que ella atesoraba en sus venas. Ninguno era inmune al otro. Doriath lo había descubierto pronto... sospechaba que primero fue el olor, pero aun así no pudo resistirse a probarla. Fue una tarde de verano. Una herida abierta y la lengua de él deslizándose sobre el corte, por la curva de su hombro.

Aquella vez, ella le golpeó con furia pero el maestro no se defendió. Se quedó quieto, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos tenía las pupilas dilatadas y una expresión de placer prohibido que a Abigail le obligó a apartar la vista. "Eres un peligro", había dicho él, limpiándose los labios y recuperando la sonrisa torcida. "Pero me gusta el peligro".

El peligro...

Perdida en sus pensamientos, cuando quiso darse cuenta habían llegado a la caverna oculta en la que tenían su madriguera. Había un círculo dibujado en el suelo. Abigail se acercó unos pasos y observó los caracteres, reconociéndolos con rapidez.

- ¿Qué es esto?

- Ya sabes lo que es - respondió Doriath con aire flemático. Caminó, flexible, hacia un rincón, y cruzó los brazos observándola con mirada penetrante. - ¿Por qué a veces te comportas como si fueras estúpida? No lograré entenderlo nunca.

Abigail puso cara de fastidio.

- ¿Con qué propósito has puesto aquí este círculo? - volvió a preguntar, resignada.

Doriath sonrió.

- Ah, eso es otra cosa.

Encendió un par de velas en uno de los carbones murientes del fuego que mantenían. Las colocó en las oquedades de la roca, una tras otra, mirándola de reojo.

- Este es el círculo que utilizaremos para el ritual. Ha llegado la hora de que te vincules.

- Yo ya estoy vinculada - replicó Abi, alzando la barbilla - Pensaba que era evidente.

El maestro terminó de distribuir las luces. Luego se situó al otro lado del círculo, frente a ella.

- Sí, estás vinculada. Vinculada como lo está el pez que pende del anzuelo al pescador. - Abi apretó los puños. La sangre volvió a hervirle con rabia. - Un vínculo correcto no sólo te imbuye de las capacidades del demonio que ligues a ti, Eidan... un vínculo real, bien hecho, te da mucho más que eso. Vences al demonio, le esclavizas, le haces tuyo. Le asimilas. Le conviertes en parte de ti, dentro de ti, bajo tu control. Para siempre. Evolucionas.

Abigail tragó saliva. Doriath seguía hablando, pero su atención se disipó, perdiéndose en sus propias reflexiones. Evolución. Había dicho mucho aquella palabra en los últimos tiempos. También la había escuchado, sobre todo a Doriath. Abigail había evolucionado, eso era cierto. A un alto precio. Sentía cómo a cada paso que daba se sumergía más y más en la corrupción que formaba parte de ella, en esas aguas balsámicas que le susurraban al oído que no había sido para tanto, que no pasaba nada, que convertían cosas que jamás habría aceptado hacer en algo repentinamente "no tan importante", y muchos de sus pilares morales en "prejuicios" o "exageraciones". Aquel era el verdadero peligro de la corrupción del alma: era un arrullo que envolvía, que tentaba, que empujaba a dejarse llevar por ciertos impulsos, excusándolos como algo genuino cuando en realidad...

- ¿Qué te pasa?

La chica apretó los puños. Le había sacudido un temblor. Doriath frunció el ceño y su gesto burlón se tornó frío y severo ante la muestra de debilidad. Rápidamente, Abi se recompuso, levantando el rostro otra vez.

- No quiero vincularme a un demonio cualquiera. No me sirven los genéricos.

La expresión del maestro se apaciguó y regresó la sonrisa cruel. Las argollas y las cadenas tintinearon cuando ladeó la cabeza con donaire.

- Lo suponía. Necesitas algo... especial. Contigo todo debe serlo.

- Y tú ya has pensado en algo.

Doriath hizo una mueca divertida. Su mirada se tornó más brillante. Rodeó el círculo con pasos lentos y siguió su camino por detrás de Abigail. Después se inclinó sobre su hombro y susurró un nombre.

- Balberith.

- ¿Quién es? - dijo ella en el mismo tono. La luz de las velas arrancaba destellos enigmáticos en las vestiduras de Doriath, en las marcas de su cuerpo y en sus ojos.

- Es un demonio.

- ¿Pertenece a la Legión?

- Pertenecía. Se marchó por... motivos personales - de nuevo la sonrisa cruel.

Abigail notaba el zumbido con claridad. Era la alarma que vibraba en su instinto, advirtiéndole del peligro. No podía fiarse de Doriath. ¿Por qué le recomendaba un demonio en particular? ¿Qué intereses ocultos tenía en ella? ¿Cuáles eran sus pretensiones?

- No tomaré a Balberith - decidió, sin necesidad de demasiada reflexión.

- Una lástima - respondió Doriath, encogiéndose de hombros - Entonces ella te tomará a ti.

- ¿Qué? ¿Com...?

La mano le tapó la boca y los brazos del Maestro la atraparon. "No, no... maldita sea". Forcejeó, le mordió, le golpeó con los codos, trató de inflamar las llamas a su alrededor, pero la presa de Doriath era férrea. "¡Maldita sea!". El sabor efervescente de la sangre del Maestro le cosquilleó en la lengua. Al clavarle los colmillos en la mano había cometido un error. Cerró los ojos, echando mano de todo su autocontrol, y aunque consiguió evitar el impulso de lamer la herida, de arrancarle la mano y beber, no pudo impedir que el hechizo que él susurraba en su oído tuviera efecto.

Mientras las fuerzas le abandonaban y su vista se nublaba, escuchó su voz, al tiempo que el peso de su cuerpo se desplomaba, quedando entre sus brazos como un despojo inerte.

- ¿Cuando aprenderás a no bajar la guardia, querida?