lunes, 7 de junio de 2010

1.- Nacimiento

"El tiempo siempre corre a mi favor"

Podía escucharse a sí misma. Recordarse, su voz, desgranando las frases que no le pertenecían. Sus sentimientos, que no eran suyos, ardían poderosamente en su pecho como fuegos alimentados con espesa brea de pesadillas y retorcida oscuridad. La angustia caminaba a paso lento por los pedazos horadados y descosidos de su alma, consumiendo los restos de lo que fue, invadiendo los huecos con los retales de aquella otra, la invasora. Mientras la virulenta danza de la locura trenzaba sus pasos, golpeándola con imágenes, olores y tactos aberrantes, permanecía encogida y emparedada en su cuerpo al límite, vagando en el vacío que Ella había dejado, sujetando con fuerza su oración. Reflejos de sueños atroces destellaban de cuando en cuando en su conciencia tambaleante, como estigmas inflamados, y a través de ese bosque de nada y soledad, caminaba errante, recitando su mantra.

El aire era una puñalada en los pulmones cuando la quemazón intensa, cantarina, la golpeó como el primer azote a un recién nacido. Hirvió sobre su piel, abrasándole la sangre y despertando un dolor diferente, fuego llameante de vida que se abre paso y busca impulso. Una lengua de lava que vibra y se agita, chisporroteante, efervescente, reactivando el cuerpo destrozado. La muerte la seguía mirando. Retiró su mano blanca y le dedicó un gesto de condolencia, diluyéndose entre el resto de imágenes discordantes en su mente y dando paso a una negrura real y sin visiones. Allí en lo oscuro sentía con más claridad la debilidad en su cuerpo y los brutales latigazos de la Luz.

Y también escuchaba las voces.

- Vamos, vamos.
- Creo que tengo vendas...
- ... más adecuad... fermería...

Se arquearon sus músculos en un espasmo. La respiración, como un estertor, arrastró el aliento al fondo de sus pulmones, luego lo expulsó fuera, agitadamente. Cada célula era un incendio cada vez que la Luz brillante batía sobre ella, cada órgano parecía inflamarse y querer estallar. Los tendones se tensaron como cuerdas metálicas de espinos, haciéndola más consciente de aquel dolor físico, alejándola de la tortura de su espíritu y su mente.

Pudo ver algo, entre el desmayo y la vigilia. Rostros que flotaban alrededor, voces preocupadas que conversaban mientras la Luz la azotaba, revitalizándola al tiempo que la destrozaba. Unos brazos la levantaron en vilo. Los huesos parecían querer rompérsele.

- ...crees?
- Con pociones y...
- Creo que le hace daño - dijo una voz infantil.

Parpadeó. El estómago se le dio la vuelta, la náusea trepó por su garganta mientras intentaba enfocar la vista. Una muñeca de pelo rubio hablaba de un hospital o un templo. Era quien había pronunciado la frase anterior. A su lado, o quizá debajo o encima, no estaba segura, había otra muñeca de pelo negro y semblante triste.

- Trhanquila.

Los párpados se le cerraban. Esa voz había sonado más cerca. Vislumbró un par de ojos grises, una guedeja de cabello rojo. Negrura. Y después de la negrura, de nuevo un empujón que la arrastraba fuera de la inconsciencia, cuando sus nervios se agitaron al borde del colapso y un dolor más intenso la asedió. Escuchó un tintineo cascabeleante, como si cientos de campanillas cantaran a la vez con una intensidad arrolladora, y su interior se inflamó como una estrella antes de explotar. Estaba cayendo en un volcán. Gimió.

Oscuridad.

0.- Un final. Un principio.

Un jardín dorado de luz primaveral. Las flores que se abrían, desperezándose al amanecer, inclinándose sobre los bancos de piedra y las luminarias con forma de capullo cerrado. El aire fragante del estío, fresco en el alba gris, deslizándose indolente como un niño que patina y ahora acaricia las hojas, ahora revuelve la tierra, luego danza y engalana de rocío las retorcidas ramas. Esa remembranza solitaria volvía a ella una y otra vez, entre el abrupto dolor y el frío gélido del destierro.

Allí, atrapada en el interior de sí misma, desgranando su oración mientras la muerte se acercaba a pasos lentos, se sintió aliviada. Aferrándose a la esquiva imagen, se encogió y se dejó llevar, resignada y tranquila. "Ilumina mi senda en la hora oscura que me acecha. No me abandones aunque yo te deje, no me pierdas aunque yo me pierda". Al menos, iba a terminar. Se acabaría el sufrimiento, el frío punzante que había enterrado sus garras en su espíritu, la continua mordedura ácida y corrosiva de la sangre que corría ahora por sus venas, los jirones destrozados de su alma hecha pedazos, como cristales cortantes enredados en la garganta, que cortaban cada segundo, cada minuto, cada hora.

Agotada, quiso abandonarse. Era tan fácil como dejar de rezar, tan sencillo como soltar los dedos de la abrasadora cadena a la que, por algún motivo, se sujetaba con desesperación tratando de alcanzar la superficie. Y sin embargo, ¿por qué no la soltaba?. Sabedora de que solo tendría paz en el final, ¿por qué retenía aún ese último eslabón?

No me abandones aunque yo te deje. No me pierdas aunque yo me pierda.

No tenía la respuesta.

Los recuerdos pasaron por su mente a la deriva en una exhibición fugaz y circense, mezclándose unos con otros, grotescos, sucios, imposibles pero reales. El néctar verde y embriagador que despertaba sus sentidos, el beso atroz de la sombra que la envolvía y fortalecía mientras clavaba la daga ritual en el pecho de la víctima, la tensa irrupción en sus entrañas siempre ávidas y las cabalgadas veloces, frenéticas, entre el sudor y los gemidos quedos. La energía espesa y tibia que bebía en cada celebración, hecha de adrenalina, deseo y carne. Los partos, las hijas, los amantes y los muertos. Los bebés que lloraban sobre la piedra, el ruido de sus diminutos huesos al partirse, el sabor especial, delicado y primigenio de la sangre del nonato y del sietemesino, la sutil textura de su piel y de su carne. El odio ciego, la obsesión desgarradora.

La muerte era lo único que podría liberarle de aquello. Y sin embargo... no era capaz de soltarse, pese a todas las muertes que ya había vivido junto a Abrahel. Ella le había matado. Ella la mató cada vez que hizo con sus manos lo impensable, cada vez que usó su cuerpo para lo más abyecto, cada vez que hizo vibrar su voz para condenar a otros. Había conocido la maldad más pura. La había llevado dentro. ¿No tenía acaso derecho a estar cansada, o es que no tenía fuerzas para descansar? ¿Era el miedo o la inercia lo que la obligaba a seguir viva?

No me abandones aunque yo te deje. No me pierdas aunque yo me pierda.


No era una cosa ni otra.

No quería dejarse vencer. Nunca había querido. Jamás se había rendido, y no pensaba hacerlo ahora. Se agarró con las mermadas fuerzas de su alma a aquella oración imperecedera, la que día tras día había alimentado incansablemente mientras su cuerpo era mancillado y dilapidaba los límites de la crueldad con las cosas que hacía a otros. La alimentó una vez más.

El jardín dorado, unos ojos claros, un tablero de ajedrez. La voz grave y vibrante de la esperanza.


- Buena partida - dijo él.


Las piezas de marfil devolvían los destellos lejanos del naaru. Una suave brisa acariciaba la ciudad de la Luz, y en la Grada del Arúspice, el zumbido de la magia y los pasos retumbantes de los guardianes arcanos hacían el contrapunto a los pájaros que cantaban alegremente en la presencia de A'dal.


- ¿Te has dejado ganar? - preguntó ella, con esa voz que no era la suya, insinuante, resbaladiza.


Él meneó la cabeza, sosteniendo el rey negro entre dos dedos, observándolo como si fuera interesante. Disimulaba muy bien la incomodidad que le causaba su presencia, incluso tenía las agallas para ser amable. Abrahel estaba revolcándose en su fascinación, encantada con la atención y el trato suave que al fin le era dispensado.


- No. Has ganado limpiamente.
- Limpiamente. ¿Te sorprende que sea capaz de hacer algo de manera limpia?


La mirada intensa abriéndose paso nuevamente, y por un momento, apenas un fugaz momento casi imaginado, la sensación de la conexión. Lo percibió en la calidez repentina y el latido brusco, como un impulso o un tirón, y también en el mareo de Abrahel y la zozobra inmediata. ¿Le estaba mirando? La miraba a ella, no al demonio. ¿Era posible?¿Acaso podía verla?


- Lo siento. Lo siento mucho.


El recuerdo se deshizo en un jirón de niebla, el frío se convirtió en polvo y piedra cerrándose a su alrededor. Junto a ella, la hierba crujía bajo los pasos suaves que se acercaban, y se silenció el bosque cuando la muerte se detuvo, inclinándose y rozándola con su mano blanca, suave, invitadora. Ella apretó los dientes y abrió los párpados, agarrada a su único asidero, repitiendo el rezo como un mantra que cobraba ritmo hipnótico.

Miró a los ojos a la muerte, y le dedicó una sonrisa ácida y punzante.