lunes, 7 de junio de 2010

0.- Un final. Un principio.

Un jardín dorado de luz primaveral. Las flores que se abrían, desperezándose al amanecer, inclinándose sobre los bancos de piedra y las luminarias con forma de capullo cerrado. El aire fragante del estío, fresco en el alba gris, deslizándose indolente como un niño que patina y ahora acaricia las hojas, ahora revuelve la tierra, luego danza y engalana de rocío las retorcidas ramas. Esa remembranza solitaria volvía a ella una y otra vez, entre el abrupto dolor y el frío gélido del destierro.

Allí, atrapada en el interior de sí misma, desgranando su oración mientras la muerte se acercaba a pasos lentos, se sintió aliviada. Aferrándose a la esquiva imagen, se encogió y se dejó llevar, resignada y tranquila. "Ilumina mi senda en la hora oscura que me acecha. No me abandones aunque yo te deje, no me pierdas aunque yo me pierda". Al menos, iba a terminar. Se acabaría el sufrimiento, el frío punzante que había enterrado sus garras en su espíritu, la continua mordedura ácida y corrosiva de la sangre que corría ahora por sus venas, los jirones destrozados de su alma hecha pedazos, como cristales cortantes enredados en la garganta, que cortaban cada segundo, cada minuto, cada hora.

Agotada, quiso abandonarse. Era tan fácil como dejar de rezar, tan sencillo como soltar los dedos de la abrasadora cadena a la que, por algún motivo, se sujetaba con desesperación tratando de alcanzar la superficie. Y sin embargo, ¿por qué no la soltaba?. Sabedora de que solo tendría paz en el final, ¿por qué retenía aún ese último eslabón?

No me abandones aunque yo te deje. No me pierdas aunque yo me pierda.

No tenía la respuesta.

Los recuerdos pasaron por su mente a la deriva en una exhibición fugaz y circense, mezclándose unos con otros, grotescos, sucios, imposibles pero reales. El néctar verde y embriagador que despertaba sus sentidos, el beso atroz de la sombra que la envolvía y fortalecía mientras clavaba la daga ritual en el pecho de la víctima, la tensa irrupción en sus entrañas siempre ávidas y las cabalgadas veloces, frenéticas, entre el sudor y los gemidos quedos. La energía espesa y tibia que bebía en cada celebración, hecha de adrenalina, deseo y carne. Los partos, las hijas, los amantes y los muertos. Los bebés que lloraban sobre la piedra, el ruido de sus diminutos huesos al partirse, el sabor especial, delicado y primigenio de la sangre del nonato y del sietemesino, la sutil textura de su piel y de su carne. El odio ciego, la obsesión desgarradora.

La muerte era lo único que podría liberarle de aquello. Y sin embargo... no era capaz de soltarse, pese a todas las muertes que ya había vivido junto a Abrahel. Ella le había matado. Ella la mató cada vez que hizo con sus manos lo impensable, cada vez que usó su cuerpo para lo más abyecto, cada vez que hizo vibrar su voz para condenar a otros. Había conocido la maldad más pura. La había llevado dentro. ¿No tenía acaso derecho a estar cansada, o es que no tenía fuerzas para descansar? ¿Era el miedo o la inercia lo que la obligaba a seguir viva?

No me abandones aunque yo te deje. No me pierdas aunque yo me pierda.


No era una cosa ni otra.

No quería dejarse vencer. Nunca había querido. Jamás se había rendido, y no pensaba hacerlo ahora. Se agarró con las mermadas fuerzas de su alma a aquella oración imperecedera, la que día tras día había alimentado incansablemente mientras su cuerpo era mancillado y dilapidaba los límites de la crueldad con las cosas que hacía a otros. La alimentó una vez más.

El jardín dorado, unos ojos claros, un tablero de ajedrez. La voz grave y vibrante de la esperanza.


- Buena partida - dijo él.


Las piezas de marfil devolvían los destellos lejanos del naaru. Una suave brisa acariciaba la ciudad de la Luz, y en la Grada del Arúspice, el zumbido de la magia y los pasos retumbantes de los guardianes arcanos hacían el contrapunto a los pájaros que cantaban alegremente en la presencia de A'dal.


- ¿Te has dejado ganar? - preguntó ella, con esa voz que no era la suya, insinuante, resbaladiza.


Él meneó la cabeza, sosteniendo el rey negro entre dos dedos, observándolo como si fuera interesante. Disimulaba muy bien la incomodidad que le causaba su presencia, incluso tenía las agallas para ser amable. Abrahel estaba revolcándose en su fascinación, encantada con la atención y el trato suave que al fin le era dispensado.


- No. Has ganado limpiamente.
- Limpiamente. ¿Te sorprende que sea capaz de hacer algo de manera limpia?


La mirada intensa abriéndose paso nuevamente, y por un momento, apenas un fugaz momento casi imaginado, la sensación de la conexión. Lo percibió en la calidez repentina y el latido brusco, como un impulso o un tirón, y también en el mareo de Abrahel y la zozobra inmediata. ¿Le estaba mirando? La miraba a ella, no al demonio. ¿Era posible?¿Acaso podía verla?


- Lo siento. Lo siento mucho.


El recuerdo se deshizo en un jirón de niebla, el frío se convirtió en polvo y piedra cerrándose a su alrededor. Junto a ella, la hierba crujía bajo los pasos suaves que se acercaban, y se silenció el bosque cuando la muerte se detuvo, inclinándose y rozándola con su mano blanca, suave, invitadora. Ella apretó los dientes y abrió los párpados, agarrada a su único asidero, repitiendo el rezo como un mantra que cobraba ritmo hipnótico.

Miró a los ojos a la muerte, y le dedicó una sonrisa ácida y punzante.

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