viernes, 1 de abril de 2011

2.- Renacimiento

Un sol mortecino se filtraba a través de las ramas retorcidas. En el Bosque Corrupto, una abominación vegetal surgida en la Escara Impía a causa de los delirios de un druida, los árboles se apiñaban, sangrando su infección. El mismo suelo desprendía el hedor picante y dulzón de la corrupción, que no llegaba a ser cubierto por los intentos de la flora por prestar parte de su esencia al conjunto. A diferencia de Frondavil, en aquel paraje, el aroma enfermizo era el fondo, el corazón de la tierra, no algo ajeno y posterior que enmascarase los perfumes y la pureza natural. En el Bosque Corrupto, desde la semilla de la creación de aquella vida extraña y artificial había estado presente la enfermiza marca.

Abigail tenía la espalda apoyada en un tronco y los ojos entrecerrados. Las trenzas negras le caían a los lados del rostro, con las cuentas y abalorios iluminando el profundo azabache de sus cabellos. En las raíces, un color rojo rabioso comenzaba a abrirse paso.

Cerró los dedos con fuerza en la empuñadura de los khopesh y se lamió los labios con ansiedad. Tarde o temprano cazará, pensaba. Y cuando lo haga, me llegará el olor de la sangre, y le encontraré. Entretanto, tenía que conformarse con percibir el olor de los demonios desde lejos. Podía sentirles. Había guardias viles y apocalípticos de baja intensidad pululando por la zona. Y le parecía oler un Señor del Terror muy al fondo. Escuchaba aleteos leves, el murmullo de las hojas putrefactas, los sonidos quebradizos de los tiernos enfermos al hundir sus pies de raíces en el limo barroso. Algún gorgoteo lejano.

Dejó que su mente se fundiera con sus sentidos y permaneció inmóvil, alerta, hasta que la nota ácida en sus fosas nasales pareció acentuarse con una explosión. Entonces abrió los ojos, un destello verde y fosfórico sobre el rostro blanco y cuajado de runas. Hizo girar las armas y comenzó a moverse, ligera como una pantera, siguiendo el rastro. No tardó en hallarlo.

Cruzó una loma amparándose en los troncos retorcidos, inclinada y con las armas prestas, sigilosa, rápida, invisible como el viento. Se agazapó tras el arbusto y observó. El cadáver sangrante de un apocalíptico yacía con las alas abiertas, medio hundido en un charco apestoso. La sangre estaba empezando a teñir de un color insano el agua y la tierra alrededor, pero ni rastro del cazador.

Abigail se lamió los labios. Sus entrañas se habían abierto como una flor carnívora al ver y oler aquel banquete; su vientre piaba y vibraba como un nido de pajarillos insistentes, hambrientos, desesperados. Tomó aire entrecortadamente y miró alrededor, haciendo acopio de toda su voluntad. ¿Dónde estaba el cazador? ¿Había matado y dejó a la criatura tirada para ir en busca de otra? Aguzó el oído, los instintos aún más despiertos con la cercanía del manjar. Pero no captó nada.

Entonces abrió mucho los ojos.

"Mierda"

Se dio la vuelta precipitadamente, interponiendo los khopesh , con todas las alarmas aullando y tremolando en su interior.

"Me ha atrapado él a mí"

Las gujas eran más grandes que sus espadas. Se estrellaron contra ellas y un vórtice de energía las hizo volar por los aires, lejos de sus manos, como simples hojas muertas. Abigail trastabilló y saltó hacia atrás, rebuscando en su cinturón hasta desenfundar el látigo y hacerlo restallar. Con la otra mano, desesperada, clavó las garras en el pie del apocalíptico muerto y tiró hasta arrancarle una de sus enormes uñas retorcidas y afiladas. La sangre infecta chorreaba por su mano. Resolló y creyó que se desvanecería por un momento, pero aun así, mantuvo la guardia, con los ojos fijos en el cazador al que debía cazar.

El elfo no se movía. Había apoyado las gujas en el suelo, algo inclinadas hacia los lados, y la observaba a cuatro o cinco metros.

Abigail había leído muchas veces la expresión "sonrisa lobuna", pero jamás había estado muy segura de qué significaba, qué imagen debía hacerse de ella. Nunca hasta entonces. El cazador era un sin'dorei alto, de piel oscura y con una cabellera negra pulcramente peinada hacia atrás, recogida en la nuca con un jirón de tela de color verde lima, cuyos picos colgaban y se agitaban con la brisa. Tenía la nariz grande y aquilina, aristocrática, en consonancia con el resto de sus rasgos, de trazo amplio. La sonrisa era ancha, se elevaba en una comisura hasta dejar al descubierto una parte de la dentadura, con un aire travieso y malicioso. Los ojos entrecerrados destellaban con el verdor luminiscente de las energías demoníacas.

Por un momento, Abigail arqueó las cejas, olvidándose incluso del olor de la sangre demoníaca mientras contemplaba la extraña apariencia del cazador de demonios. "No se ha sacado los ojos", observó.

Llevaba el torso desnudo, vestía una extraña falda negra llena de tiras, correas, cadenas y hebillas, y unas botas altas con una suela demasiado ancha. En el torso, además de los tatuajes y escarificaciones que combinaban el verde y el púrpura, descubrió diversas laceraciones atravesadas por piezas de metal, dos argollas en los pezones y una más en el ombligo. También llevaba aros en el labio, en la nariz y en la ceja. Y la miraba como si ella fuera algo muy gracioso. Como un gato mira a un ratón incauto que se ha metido dentro de su plato de comida, ni más ni menos. Puede ser divertido. ¿Jugamos un rato? Te tengo.

Abigail se tensó, aguardando.

- ¿Y tú eres? - dijo entonces el elfo, con una voz clara y espumosa, de tenor, llena de matices y fina como el viento, sin vibraciones. Extrañamente ambigua. Peligrosamente hipnótica.

- Eidan.

- Bonito juego de palabras - respondió él. Guardó una de las gujas a su espalda y se acercó en un extraño paso lateral, como de baile. - ¿Has venido a visitarme, Eidan? ¿Quién te envía? ¿Quizá ese cobarde de Altrius que no es capaz de hacer nada solo?

Eidan se quedó sin palabras. Quería responder, pero aquel elfo era demasiado desconcertante incluso para ella. "Al infierno", se dijo. Dio un paso hacia atrás, amagando un retroceso, y se lanzó sobre él. La única guja chilló y destelló con energía demoníaca al detener su golpe. El cazador onduló y giró como un bailarín, y soltó una risilla divertida tras rechazar el ataque. Abigail se vio proyectada varios metros hacia atrás, intentó poner pie, cayó de espaldas, dio una voltereta y se incorporó de nuevo.

- Qué maleducada.

Ni siquiera se había despeinado. Abi volvió a atacar. Se abalanzó sobre él como un felino, furiosa y veloz. Intentó alcanzarle en un costado, pero el elfo la golpeó en la espalda con una de sus botas tras esquivarla con insultante facilidad, y después la hizo caer de nuevo. Esta vez, Abi se irritó y lanzó un grito furioso, salvaje. El cazador no lo esperaba, por un momento le descolocó, y la uña de demonio le rasgó un brazo.

Abigail volvió a colocarse en posición de combate. El elfo se miraba la herida. La sonrisa se había borrado de su rostro. Se lamió la sangre y empuñó su arma de nuevo, separando las piernas. La miró con un destello vivo en los ojos verdes.

- Este es tu fin - dijo, sonriendo de nuevo. Su tono de voz se había vuelto una octava más grave - Di "soida", Eidan.

Abigail tragó saliva. Estaba preparada, pero apenas lo vio venir. Toda la furia del golpe cayó sobre ella. Las armas le salieron disparadas de las manos, y una violenta energía le mordió todos los nervios, pasó a través de su piel y la abrasó por dentro, haciendo reaccionar su sangre. Se le emborronó la visión. Fue consciente de volar por los aires durante unos instantes, luego del impacto del suelo en su espalda. Y cuando consiguió abrir los ojos, aún convulsionando, presa de un dolor casi tan intenso como sus peores dolores, la punta de la guja estaba en su cuello y el elfo la miraba.

Tanteó con una mano a su lado, encontró una piedra y atinó a arrojársela. Él la evitó ladeando la cabeza casi con indiferencia.

- Hay que ver. No te rindes, ¿no?

Ella murmuró algo ininteligible, ahogando un grito cuando la sacudió otra convulsión. El elfo se llevó una mano a la oreja.

- ¿Qué dices? No te entiendo.
- Mátame - consiguió articular, temblando de nuevo. Jadeó.

El elfo frunció el ceño y se quedó mirándola.

- Te daré a elegir - dijo entonces, de nuevo la voz grave y el semblante serio - Altrius te está entrenando, ¿no es así? Él te envió a matarme.

Abigail no respondió. No podía, y en cualquier caso, sabía que era absurdo negarlo. El elfo se arrodilló a su lado y la miró con tranquilidad, mientras ella temblaba sobre el suelo, agitada por los espasmos del dolor, con las runas sangrando.

- Puedo matarte. Puedo dejarte viva y que vuelvas con ese inútil de cara triste - dijo, mientras le acercaba el brazo, mostrándole la herida que le había hecho con la uña de demonio. Apenas un maldito rasguño. El elfo sonrió - O puedes ser mi discípula.

Abigail reunió fuerzas para resollar y fijar la mirada en él. El combate fugaz la había dejado malherida y al borde del desvanecimiento, pero no era tonta. No había mermado su raciocinio.

- ¿Qué quieres a cambio? - murmuró a duras penas.

- Nada que no pueda conseguir - respondió él, con una nueva sonrisa lobuna - y nada que no vayas a darme de buen grado.

- No puedes saber eso... - gimió ella.

- Ya lo veremos.

Se pasó el dedo por la herida y dejó caer una gota de su sangre sobre los labios de Abigail. Ella le odió con toda su alma en aquel momento, pero sacó la punta de la lengua para capturar el manjar. Y de pronto, todo dejó de doler, la embargó una sensación de ligereza, como si alguien hubiera tirado de su alma y la hubiera elevado, dejando su espíritu en las nubes, lejos de todo sufrimiento, cansancio o frío. Parpadeó, sorprendida, con los ojos fijos en aquel extraño ser. Hasta ella podía sorprenderse todavía. Era un buen descubrimiento.

- ¿Quién eres? - susurró.

- Soy Doriath Dirnen, tu maestro. Me gustaría que me llamaras Maestro. Siempre he querido que alguien lo hiciera.

La sonrisa lobuna volvió a surcar su rostro y los pendientes de metal tintinearon cuando se puso de pie. Le tendió la mano. Abigail la tomó y se incorporó, apartándola al instante. Aún sin comprender muy bien lo que había sucedido, embotada y desorientada, siguió a Doriath a través del Bosque Corrupto, contemplando, mientras se hacía todas las preguntas del mundo, las puntas oscilantes del jirón de tela color verde lima.

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