miércoles, 9 de noviembre de 2011

5.- Vínculo (II)

Antes, siempre que la inconsciencia le rozaba, era su propio rezo lo que la mantenía activa y despierta. Su combustible, su arma y su armadura era la llama que tenía dentro. Los restos de la Luz en su alma la habían impulsado durante días y noches enteras a perseverar. Cuando, en los durísimos ejercicios de su entrenamiento se sentía desfallecer, esa luz tenue, cada vez mas débil, la inflamaba como una chispa acercándose a la brea.

Ahora, mientras el hechizo de Doriath hacía efecto en ella, Abigail combatía con todas sus fuerzas para no desmayarse gracias a un fuego que tal vez ya no tuviera nada de puro.

Siempre había sabido que no duraría siempre. Siempre había sabido que ya no era quien fue una vez: una sacerdotisa, una elfa, una hija, una hermana. Todo eso había desaparecido.

Ella sabía que caminaba entre sombra y fuego. Que su senda estaba trazada en medio del infierno. "Nunca olvides tu nombre", le había dicho Theron Solámbar, el primer maestro. Ahora Abigail tenía un nombre que no significaba nada, y a solas en el interior del círculo, mientras las luces de las velas amenazaban con desdibujarse y la voz de Doriath se tornaba un eco incomprensible, mientras las tinieblas la abrazaban para convertirla en una víctima indefensa, arrastrándola al sueño, buscó su luz esquiva en vano.

Siempre supo que alguna vez desaparecería.

No hacía mucho, a solas en Sombraluna, cayó de rodillas en la tercera tentativa de superar una de sus pruebas. Se había enfrentado contra los restos de un grupo de espionaje de la Legión quienes, tras rechazarla, habían salido en su persecución. Cuando fue capaz de poner la suficiente distancia y tomarse un descanso, agotada, hambrienta, desgarrada por la sed, acechada por la locura y la desesperación, las lágrimas rompieron al fin, rodando por sus mejillas. Hundió los dedos en la tierra y gritó, malherida, frustrada. Se rompió como nunca lo había hecho desde que Abrahel había tocado su vida con sus dedos malditos, y al tiempo que se quebraba, todo iba reduciéndose a cenizas. Gritó su odio y el odio se cauterizó, lloró su derrota y dejó de pesar, arañó su angustia y se calmó. El dolor, una vez mas y como siempre, actuaba como catarsis.

Y después de eso, cuando se levantó para seguir andando, no encontró las fuerzas en sus lugares habituales. No fue el recuerdo de su objetivo ni de su nombre lo que la irguió. Tampoco el recuerdo de los seres queridos, los de antes ni los de ahora. Evocó la voz de Guaxara, el rostro de Iranion, las figuras, más difusas del resto de ángeles que un día la habían salvado. Los trajo de nuevo para aferrarse a ellos, pero no fue eso lo que le dio la energía necesaria para poner un pie delante de otro. Aquella vez fue distinto.

Su llama se encendió, pero ya no era dorada y cálida. No era justicia y sacrificio. Ahora era verde y quemaba, ardía intensamente de rabia y venganza. Tenía que seguir adelante, y no había nada de bueno ni de malo en ello. Era sólo el primitivo ardor del orgullo, de la supervivencia, de los dientes apretados y la terquedad sin motivo. Tenía que continuar, recuperar fuerzas, darse la vuelta y matar a aquellos espías. Tenía que conseguirlo porque sí.

Siempre supo que llegaría el momento en que las razones que aportaban algo de dignidad a su lucha no importarían nada. Todas ellas se convirtieron en cenizas aquel día, y también su nombre, Abigail, que ya no significaba nada en absoluto. Se quedó siendo solamente Eidan, que no era nadie... y Eidan no tenía nada que perder. Nada que temer. Ni siquiera a sí misma. Y de aquellas cenizas renació algo nuevo a lo que aún no podía ponerle nombre. Que quizá no lo tuviera.

Se puso en pie y aguardó a sus perseguidores. Volvió a intentarlo hasta que lo logró, y cuando le llevó las cabezas de los espías, Doriath asintió, sin burlas ni gestos ambiguos. Le curó las heridas y la alimentó.

Aquel día había dejado de rezar. En ese momento, sin embargo, mientras gruñía en el interior del círculo de invocación, intentando con todas sus fuerzas volver a ponerse en pie, obligar a su cuerpo a obedecer, quiso hacerlo de nuevo. Buscó desesperadamente su propia luz, luchando por no cerrar los ojos. Delante de ella, entre una nube espesa de sombras, estaba formándose una figura alta de penetrantes ojos verdes y luminosos.

- ¡Hijo de puta! - consiguió gritar. Su propia voz le sonó extraña, como el graznido desgarrado de una arpía. Se centró en el odio que sentía hacia Doriath, tratando de escuchar su risa, pero Doriath no se reía.

- No eres un paladín de la Luz. No eres una sacerdotisa. Ni siquiera eres una bruja - dijo entonces el Maestro, con voz grave y seria -. Eres una cazadora. Un depredador superior. No puedes sobrevivir esperando nada de nadie, ni de mi ni de la Providencia.

"Cómo le odio", se dijo. Clavó las garras en el suelo y se forzó a erguirse. La figura entre las sombras extendió un brazo largo, flexible, lleno de pulseras. Sus ojos rasgados la miraron a los ojos. Aunque no llevaba corona y tenía los cabellos sueltos sobre los hombros, las seis extremidades superiores no dejaban lugar a dudas: aquel demonio pertenecía o había pertenecido a la raza de las Shivarras, aunque era mucho más pequeña de tamaño y la intensidad de su presencia demoníaca no era tan fuerte como la de las grandes matriarcas.

- Un cazador se impone. Es el que devora y su presa es la víctima. ¿Qué eres tu? ¿La víctima o el cazador?

- ¡El cazador! - exclamó Eidan. Estaba furiosa, temblando de dolor y de rabia. Cada segundo que pasaba, la maldición le pesaba más, se volvía más intensa, provocándole náuseas y entumecimiento.

- Entonces demuestra que has aprendido las normas.

- ¡Las he aprendido, maldita sea!

- Pues no lo parece.

Aquella frase aplacó su temperamento.

Tuvo la impresión de que el tiempo se detenía mientras el demonio terminaba de aparecer ante ella. Hermosa y alta, con espadas en todas sus manos, la shivarra o lo que fuera aquella criatura la observó con altivez y mostró los colmillos. Eidan, que a duras penas se había puesto en pie, palpó sobre su hombro, buscando las correas de las espadas.

- Primera norma, serenidad. - dijo, levantando la barbilla y pronunciando con entereza. Quería que el maldito hijo de puta de Doriath la escuchara. - Una mente fría y tranquila funciona mejor. Nadie puede penetrar en un lugar del que tú eres el dueño. Sé dueño de tu mente y podrás dominar sin ser dominada.

La shivarra puso los pies en el suelo y atacó, con las espadas por delante. Eidan desenfundó y las interpuso, mientras se movía con rapidez para salir del círculo. Los metales chocaron, se deslizaron unos contra otros, cantaron en voz alta.

- Segunda norma, instinto. Entrenamos nuestros sentidos para poder confiar en ellos sin pensar... - resolló entrecortadamente, intentando predecir el próximo golpe del monstruo, que se abalanzaba sobre ella -, para poder dar una respuesta rápida y acertada. La razón es lenta y a veces se equivoca. El instinto de quien conoce sus sentidos no falla nunca.

Eidan apretó los dientes y retrocedió cuando vio girar al demonio sobre sí mismo. La shivarra ejecutó un torbellino de golpes que logró esquivar por poco, mientras buscaba sobre el suelo alguna runa de contención que pudiera activar. A falta de ella, tejió un hechizo de sombras y detuvo los ataques del demonio, que se tambaleó y volvió a mirarla con furia.

- Tercera norma... - echó a correr hacia ella, al ver el hueco abierto. Era su momento de acabar, ahora o nunca. El dolor la estaba destrozando por dentro, y mientras el demonio trataba de recuperarse de su sortilegio, había dejado caer los brazos, exponiendo su pecho - ¡No dudar jamás!

El fuego se inflamó a su alrededor en una llamarada. Las dos espadas gemelas se hundieron en la carne blanda de la shivarra, que exhaló un grito agudo y penetrante. El olor de la sangre le produjo un violento mareo. Sin perder tiempo, soltó una de las armas y abrió los dedos, dirigiendo su voluntad en un nuevo encantamiento para robar el alma de aquella criatura.

- Tu nombre es Balberith, demonio... y ahora me perteneces... - enunció, recitando el hechizo que había aprendido meses antes - En este Círculo de Vínculo te tomo... con mi Voluntad te encierro... tu alma en mi alma por el Fuego... tu fuerza en mi sangre por la Sombra ... por el Caos tu mente en mi mente... por el Vacío tu voluntad someto... parte de mí serás, sin pacto ni decreto... Tu nombre es Balberith, y ahora me perteneces: Xar adare laz rikk veni shi.

La shivarra tembló y se retorció, forcejeando.

El tiempo pareció volverse eterno. A cada segundo, Eidan pensaba que se desmayaría ya, sin poder terminar el trabajo. Pero el segundo pasaba, y luego otro, y ella seguía drenando aun sin ser apenas capaz de respirar, pues a cada bocanada de aire los pulmones parecían deshacérsele. Tiró y tiró y tiró hacia su interior, hasta que la criatura relajó el semblante y se dejó llevar. Sus ojos se apagaron y el cuerpo cayó inerte sobre el suelo.

Abigail cerró los dedos, con un suspiro. Su mente empezó a nublarse a medida que el dolor de la maldición se disipaba, y la locura le susurró al oído con una risa malévola. Los recuerdos, las emociones, los pensamientos, la esencia del demonio estaba ahora en su interior. Y al comprenderlo, el miedo regresó, y al volver a tener miedo volvió a encontrar su rezo. Las manos de Doriath le ofrecieron un sustento a sus hombros y su voz, tranquila y grave, habló otra vez.

- Bien. La has encerrado en ti, pero esto no ha acabado. Ahora no te duermas y demuéstrale quien manda.

Abigail asintió, lamiéndose los labios.

- ... no me pierdas... aunque yo me pierda - murmuró, preparándose para enfrentarse a lo que venía a continuación.

La última batalla se libraba en su interior, y como en todas las demás batallas de su vida, la derrota era el final de la historia. No había segundas oportunidades ni opción a la compasión. El maestro la acomodó contra su cuerpo y le puso una mano en la frente, entre los cuernos.

- No vas a perderte - contestó.

Eidan asintió, llenándose los pulmones. Cerró los ojos. Y entonces empezó el combate de verdad.

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